Por: Ana María Rodrigues
Cuando viajaba para “Valencia”, me subía a un camión de color verde, cerrado, no tenia más que dos ventanas; no recuerdo el modelo ni el año, más si al dueño del carro que lo llamaban “Nino”.
La autopista era negra con rayas blancas y se reflejaba lo nuevo del pavimento, con las zanjas recién hechas, para pasar el agua cuando lloviera y los bordes aún de tierra porque aún no había proliferado la vegetación.
El camino era largo, desde "la sorpresa" con destino desconocido por mí, sin embargo, la emoción de ver el “lago de valencia” era imaginable y mirar por la pequeña ventana del camión era mi mayor deseo.
El puente de la autopista pasaba sobre el lago de aguas azules, movidas por el suave viento. Del otro lado no había casas, como las hay hoy en día, como tampoco las fincas que cultivaban papas, ni industrias. Solo era el verde pasto y el frescor de los arboles.
Atravesábamos dentro de un túnel iluminado al destino desconocido y de regreso volvía a tener la misma emoción de ver y pasar sobre el “lago de valencia”.
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